lunes, 23 de marzo de 2015

DESDE MI CALLE




LA ETICA PROTESTANTE Y EL ESPIRITU DEL CAPITALISMO.



Al disponernos a examinar las estadísticas profesionales de países en los que existen credos
religiosos, sobresale con mucha frecuencia un fenómeno, motivo de vivas controversias en la
prensa y la literatura católicas, así como en congresos de católicos alemanes: es la índole por
excelencia protestante que se distingue en las propiedades y empresas capitalistas y, también, en
las esferas superiores de las clases trabajadoras, sobre todo del alto personal de las empresas
modernas, con más experiencia técnica o comercial. Dicho fenómeno se refleja en cifras de las
estadísticas confesionales, allí donde las diferencias de confesión coinciden con las de
nacionalidad y, por consiguiente, con el distinto nivel de desarrollo cultural (de la misma manera
que en la Alemania oriental acontecía con alemanes y polacos), como, por lo regular, allí donde
el progreso capitalista en el periodo de su mayor apogeo tuvo poder para organizar la población
en clases sociales y profesionales, a medida que las requerían. Y, ¿cuál puede ser el motivo de
esta intervención algo más considerable, de este porcentaje superior de acuerdo a la totalidad de
la población, con el que los protestantes toman parte en la posesión de capital y en la dirección,
así como también en los puestos más encumbrados en el trabajo de las empresas de mayor
categoría tanto en la industria como en el comercio? Ello se debe, en parte, a motivos
históricos, cuyas raíces se encuentran en el remoto pasado y en los cuales su apego a un
determinado credo religioso no aparece como causa de fenómenos económicos, antes como el
resultado de ellos. El ejercicio de esas funciones da por admitido la posesión de capital o la
educación ciertamente costosa, así como ambas a un tiempo, con bastante frecuencia. En la
actualidad, se presenta enlazada a la posesión de la riqueza hereditaria o, por lo menos, a una
situación más o menos confortable. Justamente, muchos de los habitantes de una gran parte de
las tierras más ricas del Reich, a las que la naturaleza ha favorecido de preferencia, amén de su
privilegiada posición geográfica, tan determinante para la actividad comercial, y cuyo
desenvolvimiento fue el mejor logrado en el orden económico, de manera especial en la mayoría

de las más ricas poblaciones, se habían convertido al protestantismo en el siglo XVI, pudiendo asegurarse, aún en la actualidad, los benéficos resultados de esa conversión, para los
protestantes, en la lucha económica por la vida, bien que, ante este hecho singular, se presenta
esta disyuntiva histórica: ¿por qué en dichas tierras, las más adelantadas económicamente, existía
allí, precisamente, tan singular tendencia para una revolución eclesiástica? Posiblemente alguien
creerá que la respuesta es fácil, mas no es así. Evidentemente, la ruptura con el tradicionalismo
económico da la impresión de ser el excepcional momento propicio para que en el espíritu surja
la duda ante la tradición religiosa y decida enfrentarse a las autoridades impuestas por la
tradición. Aquí es conveniente tener presente un hecho tal vez olvidado: la supresión del dominio
eclesiástico sobre la vida no era el espíritu de la Reforma, antes bien el anhelo de cambiar la
forma de aquel poder por otra distinta. Es más, sustituir un poder demasiado suave, casi
imperceptible en la práctica y, en efecto, próximo a lo puramente clásico, por otro que debería
intervenir con mucha más intensidad en todos los ámbitos de la vida pública y privada,
estipulando una regulación onerosa y con meticulosidad en la conducta personal. Hoy en día hay
pueblos que, no obstante su cariz económico totalmente moderno, toleran el dominio del clero
católico —“que castiga al hereje, si bien es benévolo con el pecador”, lo cual se hizo aún más
evidente en aquel entonces que ahora—, como lo toleraron las naciones en extremo ricas, en
constante auge económico, significados en las postrimerías del siglo XV. Por el contrario, entre
nosotros no cabe imaginar una forma más intolerable de dominio eclesiástico sobre la vida
individual, como habría de serlo el calvinismo, en el siglo XVI, tanto en Ginebra como en
Escocia y en gran parte de los Países Bajos antes de terminar aquél y en el curso del siguiente, y
también en la Nueva Inglaterra y aun en la propia Inglaterra durante parte del siglo XVII, de
igual manera como lo vivieron en el amplio territorio del antiguo patriciado de aquella época en
Ginebra, Holanda e Inglaterra. No se trata de que aquellos reformadores —originarios de las
naciones con más avance económico— encontraran precisamente condenable el abuso del poder
eclesiástico-religioso, sino justo lo contrario. ¿Cuál será, pues, la razón de que precisamente
estas naciones que gozaban de tanto auge económico, incluyendo en cada una la incipiente clase
media burguesa, fueran las que, además de aceptar esa tiranía puritana hasta entonces ignorada,
tomaran en su defensa un heroísmo del cual la burguesía no había antes dado indicios y tampoco
los ha dado después, salvo en muy raras ocasiones: the last of our heroism, como Carlyle ha dicho con justa razón?

De manera clara podemos observar, no obstante lo dicho, que así como es comprensible el mayor
concurso de los protestantes en la posesión del capital y en la dirección de la moderna economía,
como evidente resultado de la mejor situación económica que han sabido sostener al correr del
tiempo, es posible seña lar otra índole de acontecimientos en los cuales se revela, patentemente,
sin duda, una inversión de este nexo causal. Entre otros ejemplos, para sólo citar el más
destacado, recordemos la notoria diferencia que se deja ver en la clase de enseñanza que lo hijos
de padres católicos reciben de éstos, comparándola con la de los protestantes, fenómeno que por
igual se manifiesta en Baden o Baviera que en Hungría, por ejemplo. Es comprensible —
tomando en cuenta la economía insinuada— que el monto de católicos entre discípulos y

bachilleres de los centros de enseñanza superior no corresponde a su proporción demográfica.

Pero es el caso que entre los bachilleres católicos ocurre, también, que el porcentaje de los que
asisten a los modernos planteles de enseñanza, dedicados primordialmente a la base del estudio
técnico y de las profesiones en el campo industrial y mercantil, en general, que viene a ser de
manera específica una profesión propia de burgueses (como en los conocidos Realgymnasien y
Realschule, escuelas superiores civiles, etcétera), es evidentemente inferior al de los
protestantes, pues los católicos tienen preferencia por aquella enseñanza de carácter humanista
que imparten las escuelas que se basan en la formación formal. Veamos, ahora: la explicación de
este fenómeno no es similar a la del anterior; debe considerarse la causa en un sentido inverso
para aclarar por él (aunque no únicamente por él) la participación de menor número de católicos
en la vida capitalista. Pero aún es más sorprendente otra observación que viene en auxilio,
indudablemente, para encontrar la razón por la cual los católicos toman parte en menor
proporción en las esferas instruidas del elenco trabajador de la industria modernista. Es bien
sabido que las fábricas alimentan las filas de sus trabajadores mejor adiestra dos, con operarios
extraídos de los pequeños talleres de los cuales proceden y en los que se han forjado
profesionalmente, alejándose de éstos cuando se sienten con suficiente capacidad. Mas ello
acontece con mayor frecuencia entre los protestantes que entre los católicos, ya que éstos
demuestran una dedicación más tenaz a persistir en el oficio, llegando a merecer la maestría, en
tanto que los otros, en mayor número, eligen el trabajo en las fábricas y escalan los cargos altos
del proletariado entendido y de la burocracia de la industria. Estos casos demuestran que el
adiestramiento de una habilidad personal, dirigida bajo el influjo de un ambiente religioso, tanto
patriótico como familiar, ha determinado la elección profesional y, consecuentemente, todo el

destino de una vida, y en ella ha consistido, pues, la relación causal.

En el moderno capitalismo alemán, esa menor intervención de los católicos se nos presenta tanto
más sorpresiva por cuanto que demuestra que está en contradicción con una experiencia común
en el curso del tiempo, esto es: que las minorías nacionales o religiosas puestas en calidad de
“oprimidas” frente a otros grupos calificados como “opresores”, debido a que, por propia
voluntad o irremediablemente se ven excluidos de los puestos influyentes en la política,
emprenden por costumbre la actividad industrial, que favorece a sus miembros mejor capacitados
a convertir en realidad un deseo en cuyo logro no puede ayudar el Estado teniéndolos a su
servicio. Eso quedó palpablemente demostrado con los polacos, tanto en Rusia como en la Prusia
oriental, donde impusieron los adelantos económicos, incapaces de implantarlos en la Galitzia,
bajo su dominación, lo cual había ocurrido anteriormente en Francia con los hugonotes, en
tiempos de Luis XIV, así como en Inglaterra con los conformistas y los cuáqueros, y —last not
least— desde hace dos mil años, con los judíos. Por el contrario, no encontramos un fenómeno
similar, perceptible, al menos, por sus peculiares características, entre los católicos alemanes
acerca de los cuales no podemos decir que mostraron, tampoco, un especial avance económico a
diferencia de los protestantes en periodos remotos en los que en Inglaterra o en Holanda eran
perseguidos o sólo soportados. Es más pronto que los protestantes (en especial en una que otra de
sus confesiones, como veremos más adelante), tanto en calidad de oprimidos u opresores, como
en mayoría o minoría, han revelado siempre una singular inclinación hacia el racionalismo

económico, inclinación que no se manifestaba entonces, como tampoco ahora, entre los católicos en ninguna de las circunstancias en que puedan hallarse. La causa de tan disímil conducta
habremos de buscarla no sólo en una cierta situación histórico-política de cada confesión, sino
en una determinada y personal característica permanente


P.D.: Compartido del libro del mismo nombre del economista Max Weber

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