miércoles, 6 de mayo de 2015

NARRACIONES



 HISTORIA DE ESTE GALLO




De Federico García Lorca



EL año 1830 llegó a Granada, procedente
de Inglaterra, donde había permanecido una
larga temporada perfeccionando sus
estudios, el granadino don Alhambro.

En Londres había sorprendido de lejos la
belleza de su ciudad natal y llegaba deseoso
de observarla hasta en sus más íntimos
detalles. Se instaló en un pequeño cuarto
lleno de relojes de bolsillo y daba largos
paseos, de los cuales volvía con el traje
florecido de ese verde musgo melancólico
que la Alhambra pone en los aires y en los
tejados. Su granadinismo era tan agudo, que
masticaba constantemente hojas de arrayán
y veía de noche el gran fulgor histórico que
Granada envía a todas las demás ciudades
de la tierra. Se hizo, además, un excelente
catador de agua. El mejor y más
documentado catador de agua en este Jerez
de las mil aguas.

Hablaba del agua que sabe a violetas, del
agua que sabe a reina mora, de la que tiene
gusto de mármol y del agua barroca de las
colinas, que deja un recuerdo a clavos de

metal y aguardiente.

Amaba con ternura deshecha de
coleccionista todos los permanentes filtros
mágicos de Granada, pero odiaba lo típico,
lo pintoresco y todo lo que trascendía a
marcha castiza o costumbrismo.

Poco a poco la gente se familiarizó con su
figura... Los enemigos decían que estaba
loco y que era aficionado a los gatos y a los
mapas. Sus amigos, para defenderlo en esta
rara sede de los avaros, afirmaban que don
Alhambro tenía guardadas cuarenta onzas
de oro dentro de un calcetín de seda.

Era hombre de corazón panorámico y
prudencia económica.

Por su levita azul bogaba una etiqueta de
cartulina que llevaba su nombre escrito en
inglés.

Granada era en aquella época una gran
ciudad legendaria. Ese poema realizado que
odia secretamente todo poeta verdadero.
Frescas guirnaldas de rosas y moreras
ceñían sus muros. La catedral volvía su
grupa redonda y avanzaba como un
centauro entre los tejados llenos de sueños
y verdes vidrios. A la medianoche, sobre las
barandillas y los aleros, candiles y gatos en
vilo protestaban de la perfección de los

estanques.

En la Tienda de los Limones todos los
dependientes se pintaban exquisitamente el
rostro de amarillo para atender a la clientela.
Pasaban cosas realmente extraordinarias:
dos niños de mármol fueron rotos a
martillazos por el alcalde mayor, porque
pedían limosna con las manecitas llenas de
rocío.

Era entonces Granada, como era siempre, la
ciudad menos pictórica del mundo.

Don Alhambro la veía dormir desde la Silla
del Moro y se daba cuenta de que la ciudad
necesitaba salir del letargo en que estaba
sumergida. Se daba cuenta de que un grito
nuevo debía sonar sobre los corazones y las
calles.

Una noche de junio, preocupado con esa
idea, se durmió en el fondo rizado de un
interminable film de brisa que la ventana
proyectaba sobre su cabeza. Su sueño
estaba lleno de yemas de coco y botellas de
un raro whisky marca Machaquito, de arcos
de herradura y de grandes páginas escritas
en inglés, en las cuales brillaba con fulgor de
oro la palabra Spain.

¿Qué hacer, Dios mío, para sacudir a
Granada del sopor mágico en que vive?
Granada debe tener movimiento, debe ser
como una campanilla en manos del
charlatán; es necesario que vibre y se
reconstruya, pero ¿cómo?, ¿de qué
manera?

En este momento los cuarenta Carlos
Terceros de las onzas, en cuarenta planos
diferentes, rodearon a don Alhambro con el
ritmo y la locura de los espejos rotos. "Bee,
bee, funda un periódico, balaban
aristocráticamente los borregos magníficos
del perfil de Carlos. Funda un periódico, bee,
bee".

Nuestro amigo se despertó súbitamente
lleno de frío y de alegría. Le quedaba entre
los dientes el retintín de oro y lanas
episcopales del sueño, que se iba alejando
por sus ojos, lleno de serpentina y
caballeros de Francia; del sueño que huía
con su morral de anémonas por los cristales
de las claraboyas.

Un gallo cantó y otro cantó y otro y otro.

Los cantos enardecidos y rizados hasta la
punta ponían banderillas de lujo en el manso
corazón de don Alhambro.

Y se decidió a fundar una revista. Primero
tuvo la momentánea aparición de San
Gabriel, arcángel de la propaganda, rodeado
de gallos encantadores. Un segundo más
tarde surgió ante sus ojos un gallo único que
repetía de muchas maneras el nombre de
Granada.

"Ya está. El lema será un gallo."

Con este pensamiento, se puso a buscar un
gallo vivo para que sirviera de modelo al
artista que había de interpretarlo; porque
don Alhambro fue siempre de un perfecto
naturalismo.


Y ¡qué gran casualidad!

En aquellos días una cruenta epidemia
diezmaba los gallos de la ciudad de
Granada. Morían a centenares. Se les ponía
la cresta color aceituna y el plumaje se les
transformaba en una masa casi invisible que
les daba un tinté de aves del desierto, de
criaturas de ceniza. Daba pena las
madrugadas asomarse a las torres. Se veían
apagarse lentamente los "quiquiriquís", con
la misma liturgia que las velas en el
tenebrario durante las tinieblas del Jueves
de Pasión. Desde la torre de la Vela se
podía ver perfectamente el mapa de agudos
y rumores de alas de las agonías de los
gallos. Nunca se ha conocido epidemia tan
inquietante. Don Alhambro recorría las
casas lleno de angustia. Sólo encontraba
plumas descoloridas y puertas abiertas. En
algunos sitios le decían tristemente: "Ya nos
lo hemos comido", y veía flotar en los ojos
del que hablaba una cresta diminuta
perteneciente ya, por su delicadeza, a la

escala de las orquídeas.

Pero a pesar de todo, aunque hubiese
habido gallos a millares, la busca y esfuerzo
de don Alhambro hubieran sido estériles.
Recién llegado a la ciudad el millonario
Monsieur Meermans, compraba a excelente
precio todos los gallos existentes, porque
tenía el sibaritisno de comer grandes platos
de crestas crudas con un tenedor cuajado
de esmeraldas y sentado en una silla de oro
macizo.

Ya no le quedaba a nuestro héroe otro
recurso que robar un gallo del jardín de este
insigne coleccionista.

Y así lo hizo.

Una noche, cuando el reloj daba con
generosidad todas las campanadas que
tiene, saltó la verja del parque y se internó
por las avenidas.

Los jardines de los Mártires estaban llenos
de gallos. Era un paraíso terrenal de
Brueghel, donde resaltaba la única gloria de
estas aves cantarinas.

Por los cedros, cipreses y rosales asomaban
alas de bronce, alas negras, alas
empavonadas, vivos puños de bastón o
cabezas de pipa. Don Alhambro cogió
arrebatadamente un gallo sultán que dormía
en una rama y partió lleno de alegría con su

tesoro.

Al abandonar el jardín, el animal lanzó su
quiquiriquí de medianoche. Húmedo
quiriquiquí de hongos y violetas, ahogado en
la manga del erudito ladrón.

En aquella época venturosa Granada estaba
dividida por dos grandes escuelas de
bordado. De una parte, las monjas del
Beaterio de Santo Domingo. De otra, la
eminente Paquita Raya. Las monjas de
Santo Domingo conservaban en una caja de
terciopelo las dos agujas matrices de su
escuela barroca, las dos agujas con que
hicieron maravillas virginales las artistas sor
Sacramento del Oro y sor Visitación de la
Plata. Era aquella caja como el fuego vestal
que inflamaba el corazón almidonado de las
novicias. Elixir permanente de hilo y

consulta.

Paquita Raya, en cambio, tenía un arte más
popular, más vibrante, un arte republicano,
lleno de sandías abiertas y de manzanas
endurecidas sobre el tejido. Arte de exactas
realidades y emoción española. Todas las
personas morenas eran partidarias de
Paquita. Todas las rubias, castañas y un
pequeño núcleo de albinas, partidarias de
las monjas. Aunque hay que confesar que
las dos escuelas eran maravillosas, porque
si las religiosas del Beaterio triunfaban
empleando una tonelada de oro en el manto
para la Soledad de Osuna, Paquita triunfaba
en Bruselas con un bordado representando
el Patio de los Leones, en el cual había más
de cinco millones y medio de puntadas.

No dudó mucho don Alhambro qué
tendencia debía adoptar para realizar su
proyecto. Con el sordo hervor de la prisa, se
dirigió a la casa de la bordadora y puso su
mano escuálida sobre la mano cortada del
postigo.


¿Quién es?

Hacía un frío limpio de nubes. La cuesta de
Gomeles bajaba llena de heladas agujas de
fonógrafo. Era la una de la madrugada. El
duelo de los surtidores golpeaba en las
praderas del silencio. Chorros cristalinos
caían de los tejados y mojaban los cristales
de los balcones. Al dolor fisiológico del agua
quebrantada por el hilo se unía su tenaz
insomnio. Insomnio lleno de pequeños
tambores incesantes que ponen loca la
noche de la ciudad.

¿Quién es?

Abrieron la puerta y don Alhambro subió al
primer piso. Toda la casa crujía y lloraba el
desconocido martirio de la tela acribillada
por las agujas.

Paquita Raya salió a recibirlo. Vestía un traje
de seda verde con manga de jamón,
apretada cintura, enaguas blancas rizadas
con tenacillas y un corsé de ballenas de
plata que ganó en un concurso de la ciudad
de Reus. A sus pies había un montón de
madejas y punzones de hueso, en doble
símbolo de técnica y gloria.

Ni don Alhambro ni Paquita cambiaron una
sola palabra, pero Paquita comprendió
perfectamente el asunto y, llena de
sugestivo delirio, empezó a bordar con sus
agujas favoritas un admirable gallo con
realce. Don Alhambro se sentó
melancólicamente. El gallo vivo, que tenía
fuertemente sujeto por las patas, daba
grandes aletazos en el silencio, porque
sentía cómo Paquita le iba quitando el
espíritu, cruelmente, a punta de aguja.

Pasó un mes, y un año, y diez años. Pasaba
el témpano de la Navidad y el arco de cartón
del Corpus Christi. No pudo el melancólico
don Alhambro fundar su periódico. Fue una
lástima. Pero en Granada el día no tiene
más que una hora inmensa, y esa hora se
emplea en beber agua, girar sobre el eje del
bastón y mirar el paisaje. No tuvo
materialmente tiempo.

La reacción y suma de esfuerzos no se
realiza en esta tierra extraordinaria. Dos y
dos no son nunca cuatro en Granada. Son
dos y dos siempre, sin que logren fundirse

jamás.

Los últimos días de su vida ya no salía a la
calle. Se pasaba las horas muertas ante un
plano de la ciudad, soñando verla surgir con
acento propio en el mapamundi. Su gallo
estaba enfrente de la mesa del despacho,
un poco desesperado y con vocación
decidida de gallo de veleta.

Y así, en una constante aspiración de
disentir de sus paisanos, pero sin expresarlo
en letras de molde, llegó al filo del aljibe
donde había de probar su última agua sin
explicación ni onda.

¡Pero qué largo fue su martirio! Un martirio
de largo metraje. Granada se rompía en mil
pedazos ante sus ojos un poco anisados por
la edad.

Ya en tiempos del alcalde don Adolfo
Contreras y Ponce de León había visto
quemar en la plaza Nueva a la última ninfa
capturada en los bosques de la Colina Roja.
Cantaba como una codorniz y tenía los
cabellos de cuerdas de guitarra. Durante
varios días estuvo el suelo cubierto de
violetas, donde se hundían los pies como en
los confetis después de haberse acabado el
Carnaval.

La misma mañana que se aprobó el
proyecto de abrir la Gran Vía, que tanto ha
contribuido a deformar el carácter de los
actuales granadinos, murió don Alhambro.

Cuatro cirios. Four candles.

Nadie en su entierro. Sí. Las golondrinas.
The Swallows. Una pena.

Después del entierro, el gallo se fue por la
ventana y se lanzó al peligro de la calle y a
la mala vida. Llegó a pedir limosnita a los
ingleses en la Puerta del Vino y se hizo
amigo de dos enanos que tocaban la flauta y
vendían toros de dulce. Un verdadero golfo.
Luego desapareció.

Cuando mis amigos decidieron fundar esta
revista no sabían darle nombre. Yo conocía
la historia del gallo de don Alhambro, pero
no me atrevía a resucitarla, y he aquí que
hace varios días subieron a mi casa todos
los redactores contentísimos. Traían un gallo
admirable. Era de plumas azul Rolls Royce y
gris colonial, con todo el cuello de un
delicioso azul Falla que se le acentuaba en
el espolón.

¿De dónde es este gallo?

¡Soy el gallo de don Alhambro!


Pues ¡que se vaya! gritaron todos.

Me he renovado para venir en busca vuestra
y poder subir al título que tanto ansío y para
el que fui creado.

A mí, el título que me gusta es El Suspiro del
Moro, dije yo.

Y a mí, Romeo y Julieta, dijo otro.

Y a mí, Vaso de Agua, repitió una vocecita.

¡Señores, por Dios! gritó el gallo. Yo no pido
que tengáis la ideología de don Alhambro;
también yo he cambiado de parecer, pero no
me rechacéis por mi historia. Eso no lo
puedo resistir. Aquí no se puede hacer nada
sin contar con la historia. Soy bello. Anuncio
la madrugada y como lema seré siempre
insustituible.

Hubo una discusión violentísima, en la que
el gallo suplicaba de manera tierna.

Basta, amigos míos, dije enérgicamente.
Bajo mi responsabilidad. ¡Sube al título!

Abrimos el balcón y el gallo ascendió al título
con todas sus plumas encendidas. Ya en la
caña del título, nos saludó a todos de
manera inefable. Manera de agua y jacinto.
Poema de quien rompe una guitarra sobre el
mar del amanecer. Dalia en el olivo y

bosque en mano. Juego y mentira.

Hemos celebrado la ascensión del gallo al
título de esta revista haciéndole bordar
cuatro gallinas de seda rutilantes, para que
su pico guste ardiente fruta de zigzag en la
evocadora madrugada oscura de la
imprenta. Mientras mis amigos aplaudían, yo
escuchaba emocionado la sonrisa de don
Alhambro, que me llegaba envuelta en el
denso algodón en tronco de la sepultura.

Canta, gallo, regallo y contragallo.

Canta seguro bajo tu sombrerito de llamas,
porque una de tus gallinas puede ser muy

bien la gallina de los huevos de oro.








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