lunes, 11 de mayo de 2015

POEMAS



Tercera hija de los reyes Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, Juana de Castilla nació el 06 de noviembre de 1479. Sus padres le dieron una educación piadosa y esmerada; a los 15 años sabía perfectamente de latín. Fue una de las reinas más cultas de su época.
Si físicamente se parecía mucho a Juana Enríquez, su abuela paterna, de su abuela materna heredó cierta fragilidad sicológica ya que desde pequeña daba muestras de un carácter extremado que intentaban refrenar sus padres y educadores.
Sin embargo a los 16 años la casaron sus padres con el archiduque Felipe de Austria, hijo del emperador Maximiliano I de Habsburgo y de la duquesa María de Borgoña. Cuando se vieron por primera vez en Lierre los futuros esposos sintieron tal atracción recíproca que quisieron casarse de inmediato para adelantar la noche de bodas. Pero si Doña Juana se enamoró de verdad de Felipe, para él sólo fue la infanta una aventura sexual más, y el matrimonio no le hizo reprimir sus impulsos, lo que muy rápidamente provocó escenas de celos y peleas, y le trastornó el juicio a Juana que fue hundiéndose en cierta forma de depresión.
En 1503, después de una estancia en Toledo donde Felipe y Juana fueron proclamados herederos del trono, Don Felipe decidió salir a Flandes. Doña Juana, ya madre de cuatro hijos, entre los cuales el futuro emperador Carlos V, andaba tan desesperada por la ausencia de su marido que no pudieron sino dejarla marcharse a Flandes. Pero incluso cerca de su esposo, Juana seguía con su delirio de celos, hasta tal punto que se negaba a que se embarque ninguna mujer en la flota que, en 1506, les conducía definitivamente a España.
Antes de su muerte la reina Isabel ya había tomado disposiciones para que su marido tomara las riendas del poder en caso de incapacidad de Doña Juana. Con la Concordia de Salamanca, firmada en 1506, el rey Fernando prosiguió con la tarea de Isabel: todos los documentos se encabezarían y expedirían con el nombre de Doña Juana, Don Felipe y Don Fernando, siendo suficiente la firma de uno solo de ellos en caso de ausencia de los otros. También se añadieron cláusulas secretas en caso de incapacidad de Juana.
Pero en septiembre de 1506 se produjo lo improbable: la muerte de don Felipe después de varios días de fiebre, que acabó de hundir a Doña Juana en la melancolía. Le enterraron primero en Burgos, y después empezó un largo y mácabro viaje hacia Granada que para Juana se detuvo en Tordesillas en 1509, viaje que participó mucho en la leyenda romántica de la reina loca de amor; Doña Juana seguía por todas partes el ataúd de su marido, impidiendo que se le acercara ninguna mujer hasta que le enterraran definitivamente en el panteón real de Granada con la reina Isabel en 1525.
En 1509 decidió Fernando encerrar en Tordesillas a su hija Juana con su nieta Catalina, nacida durante el viaje a Granada. Allí fue empeorando el estado de la reina: no se aseaba, dormía en el suelo, tenía arrebatos de furia... No mejoró su estado cuando en 1516, a la muerte de su padre, llegó al poder como regente designado por Fernando su hijo Carlos.
En 1520, cuando los comuneros se rebelaron contra Carlos I, intentaron liberar a Juana y hacerle firmar decretos sobre la nueva organización del gobierno pero ella se negó. Se quedó encerrada en Tordesillas hasta su muerte el 12 de abril de 1555, ocurrida en terribles sufrimientos físicos, además de los dolores psíquicos que padecía desde hacía tantos años.



Elegía a Doña Juana la Loca


Princesa enamorada sin ser correspondida.
Clavel rojo en un valle profundo y desolado.
La tumba que te guarda rezuma tu tristeza
a través de los ojos que ha abierto sobre el mármol. 

Eras una paloma con alma gigantesca
cuyo nido fue sangre del suelo castellano,
derramaste tu fuego sobre un cáliz de nieve
y al querer alentarlo tus alas se troncharon. 

Soñabas que tu amor fuera como el infante
que te sigue sumiso recogiendo tu manto.
Y en vez de flores, versos y collares de perlas,
te dio la Muerte rosas marchitas en un ramo. 

Tenías en el pecho la formidable aurora
de Isabel de Segura. Melibea. Tu canto,
como alondra que mira quebrarse el horizonte,
se torna de repente monótono y amargo. 


Y tu grito estremece los cimientos de Burgos.
Y oprime la salmodia del coro cartujano.
Y choca con los ecos de las lentas campanas
perdiéndose en la sombra tembloroso y rasgado. 

Tenías la pasión que da el cielo de España.
La pasión del puñal, de la ojera y el llanto.
¡Oh princesa divina de crepúsculo rojo,
con la rueca de hierro y de acero lo hilado! 

Nunca tuviste el nido, ni el madrigal doliente,
ni el laúd juglaresco que solloza lejano.
Tu juglar fue un mancebo con escamas de plata
y un eco de trompeta su acento enamorado. 

Y, sin embargo, estabas para el amor formada,
hecha para el suspiro, el mimo y el desmayo,
para llorar tristeza sobre el pecho querido
deshojando una rosa de olor entre los labios. 


Para mirar la luna bordada sobre el río
y sentir la nostalgia que en sí lleva el rebaño
y mirar los eternos jardines de la sombra,
¡oh princesa morena que duermes bajo el mármol! 

¿Tienes los ojos negros abiertos a la luz?
O se enredan serpientes a tus senos exhaustos...
¿Dónde fueron tus besos lanzados a los vientos?
¿Dónde fue la tristeza de tu amor desgraciado? 

En el cofre de plomo, dentro de tu esqueleto,
tendrás el corazón partido en mil pedazos.
Y Granada te guarda como santa reliquia,
¡oh princesa morena que duermes bajo el mármol! 

Eloisa y Julieta fueron dos margaritas,
pero tú fuiste un rojo clavel ensangrentado
que vino de la tierra dorada de Castilla
a dormir entre nieve y ciprerales castos. 


Granada era tu lecho de muerte, Doña Juana,
los cipreses, tus cirios; la sierra, tu retablo.
Un retablo de nieve que mitigue tus ansias,
¡con el agua que pasa junto a ti! ¡La del Dauro! 

Granada era tu lecho de muerte, Doña Juana,
la de las torres viejas y del jardín callado,
la de la yedra muerta sobre los muros rojos,
la de la niebla azul y el arrayán romántico. 

Princesa enamorada y mal correspondida.
Clavel rojo en un valle profundo y desolado.
La tumba que te guarda rezuma tu tristeza
a través de los ojos que ha abierto sobre el mármol. 



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