viernes, 3 de julio de 2015

DESDE MI CALLE - COSAS SORPRENDENTES



Un lehendakari que tocaba el fliscorno y un 007 cantarín

  • -También Orson Welles y Federico II de Prusia podían haberse dedicado a dar la nota pero, al final, triunfaron en actividades poco musicales. Nunca se sabe dónde puede sonar la flauta-

Flis... ¿qué? Fliscorno. O fiscorno. Se puede llamar de las dos maneras. No es un forúnculo ni un insecto de la familia del ciempiés. Se trata más bien de un instrumento muy parecido a la trompeta. Tiene un sonido más grave y muy probablemente -por su etimología alemana, 'Flügelhorn' (cuerno de ala)' sirviera para emplazar a los flancos del ejército en el campo de batalla. Con el tiempo se hizo notar más allá del ruido de sables y cañonazos. De hecho, a partir del siglo XIX se convirtió en pieza clave de las bandas musicales y hete aquí que hallamos al futuro lehendakari José Antonio Aguirre, muy serio y repeinado, con un fliscorno en la mano y sus compañeros de orquesta en el colegio de los jesuitas de Orduña (curso 1912-13).

Apenas había cumplido nueve añitos pero ya sabía situarse en un lugar estratégico y preponderante. En el mismísimo centro. Se ha divulgado mucho su faceta futbolera -jugó en el Athletic entre 1924 y 1926- pero también merece la pena recordar su afición por los pentagramas. Le gustaban por lo que tenían de coherencia y nitidez. Orden y concierto; orden y concierto. No hay nada más sincronizado que un grupo de músicos. Siempre tuvo buen oído y sabía apreciar las voces bien empastadas. O sea, enseguida se daba cuenta de si alguien desafinaba. Tenía debilidad por las masas corales en feliz armonía. Algo que le duró toda la vida; también en la palestra política buscaba la sintonía con unos y otros. Lo que le costaba era seguir el ritmo con los pies, nunca fue un gran bailarín.

Ni siquiera durante el tiempo que pasó exiliado en Brasil y Uruguay -a principios de la década de los 40- aprendió a moverse con desenvoltura en la pista de baile. Qué le vamos a hacer. Cada uno tiene sus limitaciones y hay que vivir con ellas. Ya en su etapa de líder del PNV, no le hacía falta moverse como Fred Astaire ni soplar el fliscorno para tocar a rebato.


De Sean Connery digamos que no lo podía evitar. Le sentaban como un guante el esmoquin, las chicas colgadas al cuello y el cigarrillo en la comisura de los labios. Estaba predestinado a meterse bajo la piel de James Bond. Eso sí, en la vida real prefería jugar al golf -durante horas- con Brigitte Bardot y dejar que fuera Michael Caine quien cenaba con el icono sexual de los años 60. Así era el actor escocés en sus tiempos mozos, un hombre muy poco dado a las aventuras de ninguna clase. Prefería cerrar relaciones y compromisos serios. Le daba vueltas a todo y no se tiraba de cabeza si no lo veía claro como el agua; por eso abandonó la idea de consagrarse al musical, la canción ligera o hasta la ópera. ¿Se perdió algo grande? Quién sabe.

Lo cierto es que tenía una cara que funcionaba muy bien como caja de resonancia. Pómulos anchos, boca grande -muy grande- y unos pulmones con mucha capacidad. Sirva como prueba de sus dotes el brevísimo vídeo que acompaña estas líneas... Y no se rían, que todos tenemos un pasado. Es una película de Walt Disney de 1959 ('Darby O’Gill y el rey de los duendes') que pasó sin pena ni gloria pero -oigan- contiene la única prueba del talento musical del futuro agente 007. Tenía 29 años y hacía poco que había dejado de machacarse en el gimnasio. Hasta aquí, lo que pudo ser y no fue. El potencial 'crooner' cachas no tardaría en transformarse en el primer James Bond de la gran pantalla, después de depilarse el entrecejo y bajar más de diez kilos. Nunca más volvió a cantar delante de las cámaras.
¿Dónde radica la verdadera vocación? ¿En qué medida influyen las circunstancias históricas y personales? Pues depende. No hay más que recordar el caso Orson Welles, un niño prodigio del piano capaz de dominar los ‘Impromptus’ de Schubert con apenas ocho años. En aquella época se le veía proclive a la melancolía y al mismo tiempo muy gamberro. Tenía madera de concertista pero la tragedia se interpuso en una fulgurante carrera musical. Su madre -feminista peleona y virtuosa del piano- murió cuando el pequeño Orson tenía nueve años. Nunca más volvió a deslizar los dedos sobre el teclado. Demasiados recuerdos.
Al hacerse mayor, se aficionó a los ritmos españoles e italianos, sin perder de vista a las mujeres. La mexicana Dolores del Río, Rita Hayworth -de padre español- y Paola Mori le echaron una mano (y dos) mientras profundizaba en su conocimiento de la cultura hispanoamericana y meridional. Decía que había nacido en Wiskonsin pero tenía corazón de gondolero. De los que acompañan a los amantes y arrullan sus besos, a sabiendas de que "todo es una gran comedia".

Nada que ver con Federico II el Grande de Prusia, un tipo más bien amargado y reprimido. Mérito tiene que no terminara colgándose de un árbol. Al fin y al cabo, no tenía ni 20 años cuando se vio obligado a presenciar en 1730 la decapitación de su novio, Hans Hermann von Katte, un teniente con el que había planeado huir a Inglaterra. Desde el ventanuco de una celda escuchó las últimas palabras del soldado: "¡Mil veces me sacrificaría por ti!". Por si no bastara, para arrancarle de raíz las ansias de libertad y pasión homosexual, lo encerraron dos años en la cárcel.
Casado a la fuerza con Isabel Cristina de Brunswick-Bevern, no tuvo hijos pero sí dejó a la posteridad cuatro conciertos y más de 120 sonatas para su instrumento favorito: la flauta travesera. Y todavía más, le dio tiempo a convertir Prusia en la quinta potencia militar de Europa; una proeza en toda regla para un territorio que en 1740 tenía una extensión menor que Castilla La Mancha y no alcanzaba los tres millones de habitantes. Al término de su reinado -en 1786- ya rondaba los 195.000 kilómetros cuadrados y tenía una población de seis millones de personas. Todo ello, entre otras cosas, gracias a un Ejército de 200.000 chicarrones que medían más de 1,80. No se admitían de menos altura.
Dicho todo esto, en la actualidad los alemanes de a pie le rinden tributo por una cuestión mucho más primaria y gustosa: la introducción de la patata en la gastronomía germana. Su lápida en la ciudad de Potsdam, a 25 kilómetros de Berlín, siempre tiene un puñado de tubérculos en señal de agradecimiento. Y es que Federico II era un hombre que tocaba muchos palos. Nunca se sabe dónde puede sonar la flauta.

Artículo de Isabel Urrutia, editado en EL CORREO

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