DESDE MI CALLE - SUCESOS
El coronel Blas de Durana Atauri consumía sus esfuerzos en el amor y
en la guerra, ámbitos extraordinarios ambos en los que todo está
permitido, porque el resto de las inquietudes humanas son funcionariado.
El oficial Blas de Durana Atauri era rubio y doncel, coronel del Quinto
Batallón de Cazadores de Tarifa, hijo del heroico brigadier Durana que
murió gloriosamente en la Batalla de Peracamps al lado de los liberales,
y dueño de arrebatos venáticos que le habían conducido a entrar a
caballo en el Liceo de Barcelona y a rapar la cabeza de los soldados de
su regimiento durante una expedición en Italia, hecho por lo que fue
reprendido por el general Fernández de Córdoba y apartado del mando.
Por lo demás era aficionado al galanteo de señoras, a la ropa de
petimetre y a pasear el sable en el teatro. No era aficionado, por el
contrario, a que le dijeran que no. Destinado en Barcelona, frecuentó el
social en los salones y prendó apasionadamente de doña Dolores Parrella
de Plandolit, baronesa de Senaller, y esposa de don Guillermo de
Plandolit y de Areny, intendente mayor de Andorra y militar retirado. El
matrimonio vivía en Seo de Urgel, pero mantenía familia y casa en el
primer piso del 32 de la calle de la Unión de Barcelona. La baronesa de
Senaller acogió los requiebros del coronel escondiendo la mirada detrás
de un abanico y ni le dio esperanzas ni motivo para fundarlas. El
coronel Blas de Durana, en cambio, pretendió rendirla por asedio (quizá
por prurito militar) y se puso omnipresente hasta que la extenuó de pura
ubicuidad y la mujer se quejó al marido, que al no ser duelista, acudió
a pedir favor al capitán general de Cataluña, Juan Zapatero, que
intervino para no alimentar escándalo y destinó a Blas de Durana a una
guarnición en Lugo, a que le escampase el orvallo y se buscase otra
novia.
Dijimos, pero es conveniente repetirlo, de lo mal que le asentaban al
coronel Blas de Durana las calabazas en el cuajo y desde Lugo regresaba
en cada permiso a Barcelona a abanicarse en el teatro frente al palco
de la baronesa. Dijimos, pero es conveniente repetirlo, que las
calabazas, sin embargo, facilitan el desahucio del almuerzo por ser
ricas en fibra y, otrosí, previenen los males de la próstata, a la que
llegando a cierta edad es inconveniente descuidar.
El martes 19 de junio de 1855, día de los santos Ciriaco, Leoncio,
Marcos, Amando y Germán, el coronel Blas de Durana andaba Barcelona
rabioso por el despecho y esperó a la baronesa de Senaller a la salida
de su casa de la calle de la Unión y recién la vio en el portal, a eso
de las ocho de la tarde, le pegó trece cuchilladas con un cuchillo
cazador. A los gritos acudió el sargento Miguel Coll y dos cabos del
Cuarto Batallón de Milicia, que encararon al coronel a fusil que no fue
menester porque se rindió manso, dio su nombre y rango militar y pidió
que eludieran los grillos por su condición de oficial.
La pobre baronesa de Senaller se fue en sangres y murió en el mismo
portal y los milicianos aligeraron al coronel de sus tenencias que eran:
el cuchillo de cazador con la punta doblada por las acometidas, un
abanico roto, un monóculo, un reloj con cadena de oro y dieciséis duros y
medio en monedas de plata. Le llevaron preso al castillo de Montjuic y
le dieron juicio, en el que le defendió el ilustre abogado Paciano
Massadas, que también era procurador en Cortes, que pretendió atenuar la
responsabilidad del reo por su carácter vehemente, del que dio razón en
el pasado rapando el pelo a su tropa y cabalgando el Liceo, y por la
amargura que le provocó el desamor. El letrado Massadas, sin embargo,
corroboró la virtud de la baronesa.
El coronel Blas de Durana Atauri, alérgico a las calabazas, al
orvallo de Lugo y al no de las baronesas, mantuvo presencia de ánimo y
postura marcial cuando el capitán general de Cataluña, Juan Zapatero, le
leyó la sentencia que le condenaba a pagar seis mil reales de
indemnización a los hijos de su víctima, a abonar las costas del juicio y
a morir descoyuntado en el garrote vil. El coronel no puso en duda la
justicia del escarmiento, pero pidió ser ejecutado delante de un pelotón
de fusilamiento en virtud de su rango de oficial y no sacando la lengua
en el palo como un sacamantecas sin honor. Pidió también compartir la
última cena con sus compañeros de regimiento y que le hicieran un
retrato al daguerrotipo. Las tres demandas le fueron negadas, pero le
dejaron pasear la muralla, confesarse para ponerse en paz con Dios y
recibir a sus compañeros pero no cenar con ellos. Emplazaron la
ejecución para el 14 de julio, día de los santos Francisco Solano,
Humberto y Camilo de Lelis, y la noche anterior compartió la cena el
coronel con dos hermanos de la Real Cofradía de la Virgen de los
Desamparados, que le dieron consuelo espiritual, y con el oficial de
guardia, el capitán Ramón Figuerola del Noveno de Soria, que le dio un
abrazo y dos copas de jerez.
Después escribió un recado con sus asuntos, legó el reloj a su
hermano Marcelino, dispuso de unos duros para el carcelero y pidió irse a
dormir. Cuando se quedó solo se sopló un frasco de cianuro mercúrico,
que es de suponer que le facilitó un compañero de armas durante la
visita sin cena, y la diñó pretendiendo haber esquivado la humillación
del garrote. Le encontró a la mañana siguiente el capellán y como le
notó una convulsión, le dio los óleos. El capitán general Juan Zapatero
estimó que el popular alegraría la alpargata viendo conspiración por ser
el reo militar de grado e hijo del brigadier Durana, héroe de la
batalla de Peracamps, y que iba a acabar concluyendo que, mediando
reales y conveniencias, el preso salió de una pieza, por lo que ordenó
que se celebrase la ejecución igualmente, aunque el muerto ya lo
estuviere.
Sacaron el cadáver del coronel Durana cuatro presos en una camilla
destapada y le sentaron en la banqueta, donde el verdugo procedió a la
vista de la concurrencia, que miró la ejecución sin asombro como quien
ve a un funámbulo con red. Permaneció el muerto redundante expuesto
hasta mediodía y después le vistieron las monjas el sudario y le
acompañaron al camposanto. Los duros del verdugo fueron derroche y el
capitán Juan Zapatero los justificó señalando que la inexorable justicia
debía ser igual para todos sin distinción de clases y así murió dos
veces, y ninguna a su gusto, el coronel Blas de Durana, marcial,
vitoriano y galán, alérgico a las calabazas, al orvallo de Lugo y al no
de las baronesas que fue don Juan sin Inés, militar sin pelotón de
fusilamiento y difunto reincidente, se diría que contumaz.
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