domingo, 2 de agosto de 2015

DESDE MI CALLE




EL PRESIDENTE AZAÑA Y LA PERSECUCION FRANQUISTA

Artículo de Txema Montero



Azaña, según lo describe el historiador donostiarra Fusi Aizpurúa, era un hombre culto, cortés y mesurado, aficionado al teatro, pero ajeno al cine, los deportes o cualesquiera expresiones de la modernidad. Resultó ser la gran revelación de la República. Su talento, su visión de gobierno, sus discursos parlamentarios de una oratoria helada, dura, incisiva, sin matices de voz ni de gesto y sin embargo demoledora, ordenada, precisa y preñada de ideas, consiguieron hacer de una República llegada por sorpresa un ideal para los españoles. Para los españoles que anhelaban una democracia. Los otros, militares orillados en sus carreras, monárquicos revanchistas, carlistas a la búsqueda de su ocasión y católicos ultramontanos, le hicieron blanco de su odio más acerado. La reforma del vetusto ejército español, con más oficiales generales que ningún otro en el mundo, el laicismo, y sobre todo, la retirada del monopolio educativo de manos de la Iglesia Católica, le llevaron a una situación insostenible. Nada le ayudó el radicalismo socialista de Largo Caballero, el activismo de Prieto, la desafección anarquista y sus propios recelos con los nacionalismos catalán y vasco. También estaba su soberbia, que no era poca, al igual que su capacidad de desdén y, por último, su desolación, nacida del convencimiento desde el inicio de las hostilidades de que la guerra estaba perdida para la república. 

Ése hombre abatido y angustiado era el primero en la lista de los perseguidos por el nuevo estado franquista. Serrano Súñer, en el cenit de su poder, ordenó a José Félix de Lequerica, embajador de Franco en París, la persecución y apresamiento de los dirigentes republicanos exiliados en Francia. Esperaba de Lequerica, nazi convencido, que mediante presiones obtuviera del gobierno de Vichy, colaborador de los alemanes con jurisdición en la Francia no ocupada, que pusieran "hors d'etat de nuire" (fuera de circulación) a un Azaña moribundo que residía en un hotel de Mautaban -al norte de Touluse- bajo la protección del cónsul de México y del obispo monseñor Pierre Marie Théas, quien le confortaba y defendía. !Azaña, aquel trueno, vestido de nazareno! !Quién lo hubiera dicho!. Como el gobierno de Vichy se hacía de rogar, intentó Serrano el secuestro de Azaña. Para ello contaba con el auxlilio de los servicios de información del Servicio Exterior de la Falange, al mando de Jenaro Riestra, de infausta memoria como gobernador civil de Vizcaya en los años 50, y de la policía española coordinada por el agente Pedro Urraca, quien actuaba subordinado a la Gestapo con el alias de Unamuno, !menudo alias para un polizonte!. No lo consiguió ya que antes, el 3 de noviembre de 1940, al ya expresidente de la República le llegó la muerte.






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